Parque Futangue, Lago Ranco, Región de Los Ríos / Sábado 11 de Febrero de 2017.
Eran las 7 de la mañana y el despertador sonaba. A través de la carpa se veía como despuntaban las primeras luces del alba. Estando dentro del saco, lo que menos tenía ganas era de salir al frío matutino, pero nos esperaba un bonito desafío en las próximas horas. La noche anterior había sido espléndida, con el río que desembocaba en el Lago Ranco como anfitrión.
Ya más despierto, salí del saco, me vestí abrigado, con la ropa de carrera debajo. Ya fuera de la carpa, el panorama era de frío y nubes cubriendo los cerros. A pesar de que estábamos cerca del Parque Futangue, debíamos salir con harto tiempo, ya que teníamos dos opciones: o tomar alguna micro que posiblemente iba a pasar a las 8.30, o que alguien nos llevara a dedo. Lo segundo era muy posible, ya que el día anterior habían llegado muchos corredores al camping donde estábamos. Y así sucedió. Dos amigos que conocimos el día anterior nos ofrecieron llevarnos al parque. Eran cerca de las 9 y ya estábamos en la partida/meta. El ambiente era inmejorable. Mucha gente y el sol abriéndose paso a través de las nubes. El día prometía ser increíble.
Diez minutos antes de la largada me puse a trotar, con los audífonos puestos, para intentar abstraerme de todo y concentrarme en lo que se venía. Oceans Ate Alaska retumbaba en mis oídos y me inyectaban energía. Sólo alcanzó a sonar 1 canción y ya estaba en la zona de largada. Todo estaba a punto de comenzar.
10 am y comenzó la carrera. Como partí casi de los últimos, el comienzo fue lento. El primer tramo era en subida, pero con pendiente “suave”, por lo que empecé a rebasar corredores por los bordes, lo que me llevo a tener que saltar arbustos y esquivar rocas sueltas. Ya con menos gente por delante, pude correr de manera más libre. Pasados los primeros 2 kms, comenzaba la primera subida del día. Mi cabeza me decía que me mantuviera trotando hasta que mis piernas estuvieran a punto de empezar a quemar. Y así lo hice. Luego mi estrategia fue caminar las subidas duras y trotar las más suaves. Me dio buenos resultados, ya que conseguía mantener las piernas frescas. Al ser la primera subida, la disfruté muchísimo; observando toda la belleza del entorno boscoso y montañoso por el que avanzábamos.
A continuación, la pendiente daba paso a un par de kms “llanos” en los que el entorno iba cambiando. El bosque cerrado de coihues, robles y tepas, daba paso a un bosque más abierto y maduro. Cerca del km 10, y ya en el “sendero del cielo”, las vistas se volvieron espectaculares. Los cerros se veían en todo su esplendor, coronados por nubes que me transportaron por algunos instantes a Machu Picchu. Después de ese mágico momento volvíamos a entrar al bosque. Un breve descenso hacia laguna Pitreño, para después enlazar con la segunda subida del día: por el “sendero altas cumbres”. Fueron casi 3 kms que me dejaron un poco fundido. Acá ya íbamos por el km 16. En este punto retomábamos el sendero por el que subimos. Ahora era todo cuesta abajo, por lo que sólo había que dejarse llevar.
Un largo descenso de 5 kms nos dejaría a los pies del Cerro Mayo; la gran y última dificultad de la carrera. En todo momento de la bajada me mantuve concentrado, viendo muy bien dónde pisaba. Por un instante perdí esa concentración y tropecé con una rama. Me fui a tierra de manera aparatosa, cayendo de costado. Por suerte fue una zona donde no había piedras, por lo que la saqué barata. Me paré inmediatamente y miré hacia atrás. Para más suerte, nadie me vio. Proseguí la bajada más concentrado aún, para no volver a caer. Un par de kilómetros antes de comenzar el último ascenso, la ruta pasaba por el medio de un río. No me pude aguantar y paré a tomar un sorbo de agua y a mojarme la cabeza. Fue algo que me despejó por un momento la mente. Ahora corríamos por un bosque muy húmedo, en un sendero muy angosto. Quedaba muy poco para afrontar Cerro Mayo y ya iba con las piernas quemadas.
Con 22 kms en las piernas daba comienzo a la verdadera carrera del día. Tan sólo pensaba en una cosa. Subir como pudiera a la cima del cerro. Intenté trotar en las primeras rampas, pero sólo duraba algunos segundos. Apliqué la misma técnica que en la primera subida: trotar sólo en pendientes suaves y en plano; lo demás caminar a buen ritmo. Así me mantuve hasta las escaleras. En este punto la carrera se volvió mental. Las piernas ya no daban más. Los escalones se volvían una verdadera pesadilla. Uno tras otro parecía que no se acabarían nunca. Ya cerca de la cima se recobraba en algo el aliento, con las increíbles vistas del Lago Ranco. Unos minutos más tarde, ya estando en la cumbre de Cerro Mayo, la vista se volvía majestuosa. Se olvidaba todo lo duro de la subida y se disfrutaba del viento, las montañas, los bosques, el lago. Sin duda una postal imborrable.
Pero como dice el dicho, “todo lo que sube tiene que bajar”. Y claro, quedaba el regreso por el mismo sendero hacia la meta. Quedaba el último esfuerzo. En este trayecto terminé de comer la ración de frutos secos que llevaba conmigo, además de comer frutas en el punto de abastecimiento, las que me ayudaron bastante durante toda la carrera. El descenso se hizo un poco largo debido al agotamiento. Veía tanta gente subiendo y bajando, dando su máximo esfuerzo, que el apoyo se volvía algo mutuo. Ahora sólo el pensamiento de llegar a meta era lo que movía las piernas. Ya terminado Cerro Mayo, quedaba sólo 1,5 kms. Fueron eternos. Con mucha piedra suelta y una que otra subida muy corta pero que ya las piernas no las aguantaban.
Ya casi llegando a meta, mi compañera y mi amigo (que había corrido ya los 60K) me lanzan sendos gritos de apoyo. Les choco las manos y me dispongo a cruzar la meta. De ahí en más, me desvanecí en la hierba con los ojos llenos de lágrimas por haber logrado completar el desafío. Por haber tenido la oportunidad de correr en esos parajes. Por poder hacer lo que hago.
Si pudiera volver a correr esta carrera, no lo dudaría. Lo único que cambiaría es que el desafío ahora serían los 60K.